domingo, 30 de diciembre de 2007

Agua Salada



“Isabela… es un lindo nombre para una niña” pensé. Era 24 de diciembre, estaba en Isabela, Puerto Rico. Hacía una luna llena de esas que te llaman, que te hipnotizan. Es al ver esas lunas cuando se entiende el verdadero significado del término “lunático”. Al cuarto para la medianoche me arreglaba en el espejo de mi cabaña mientras tatareaba la canción “Bajo un Palmar” de Danny Rivera. No la había escuchado en años y al escucharla en el radio más temprano ese día recordé lo hermosa que es.

Llevaba cuatro días en mi tierra. Mientras me peinaba me di cuenta de lo linda que me veía. En solo cuatro días, el color había vuelto a mi cara y otra vez mis labios tenían ese tinte color acerola que solo te da el sol tropical. Me puse una falda gitana blanca y la parte de arriba de un traje de baño del mismo color. Cuando se visita a Yemanyá para hacerle una ofrenda hay que estar descalza y vestida de blanco. Era la noche perfecta… Nochebuena, luna llena, un mar seductor y esa soledad contenta que se siente al estar cerca de Dios y de la gente que te ama. Solté mi cabello, ya ondulado y encrespado por el salitre y el viento de mar y me puse una margarita blanca en la oreja, me pareció cómico que aquella margarita parecía la luna llena en el cielo negro de mi cabeza.

Aseguré que Matías estuviera bien dormido. Tomé mi ofrenda a Yemanyá; un ramito hermoso de margaritas blancas amarrado con una cinta roja y larga. Algunas plumas y caracoles que encontré en la playa esa tarde y dos cartas. En una carta daba las gracias por tantas cosas, no hay suficiente papel en el mundo para listar las bendiciones que me ha dado la vida. En la otra carta, imploraba a Yemanyá que me devolviera a mi amor.

Más temprano ese día, conocimos a un par de hombres norteamericanos, padre e hijo, que se hospedaban en la cabaña de al lado. Me enterneció mucho su historia. Todos los años, van juntos a Isabela para pasar Navidad. Se sientan en el balcón, de frente al mar con una botella de Scotch. No se dicen una sola palabra hasta que sale la primera estrella… de ahí platican hasta el amanecer y se desean feliz Navidad cuando sale el primer rayo de sol. Cuando me vieron salir de mi cabaña casi al punto de las doce, me dijo el padre: “You look so pretty, like a bride”. Sonreí y les respondí: “I feel pretty and I do feel like a bride”. En dos minutos les expliqué de qué se trataba mi salida a esa hora tan extraña, cargando con flores y con ese atuendo. Francamente se me hacía una majadería no dar una explicación, aunque no necesariamente lógica, a ese par de gringos curiosos. Me despedí y caminé hacia el Mar… mi Mar.

El Mar me recibió con besos tibios pero rabiosos, como un amante enamorado y enojado a la vez. En un par de segundos estaba completamente mojada y Yemanyá misma había arrebatado de mis manos la ofrenda. No me había permitido ofrecerla, entregársela… la arrebató de una vez como se arrebata lo que a uno le pertenece por decreto. Sentí su amor y su ira. Me abofeteaba y me besaba a la vez con labios y manos saladas. Ya no volví a ver la luna llena y en la oscuridad buscaba la margarita blanca que había puesto en mi cabeza y que el Mar me había quitado.

El 25 de diciembre, otra vez de noche, desperté a las palabras de un médico mulato de ojos verdes en un hospitalucho de playa, el Centro Isabelino de Emergencias Médicas, entre un par de surfers medio ahogados, una parturienta y más de un de borracho intoxicado. El diagnóstico… deficiencia respiratoria por ahogamiento. El doctor Nieves me explicó que tenía un poco de agua en un pulmón y que había tenido suerte de que ese par de gringos me encontraran en la orilla, solo sería cosa de que mi cuerpo con ayuda de medicamentos absorbiera el agua salada y que debería permanecer allí por las siguientes cuarenta y ocho horas. Me gustaría poderle decir al doctor mulato que el cuerpo no absorbe esa agua salada... esa agua salada no ha dejado de salir por mis ojos desde ese día.