sábado, 25 de agosto de 2007

Para que no se me escape el alma...



Como saben, en mi vida sobra material de circo para contar historias… Esta es la historia de Yeya, bautizada Aurelia Quintana, mi Yeya. Hace sesenta y pico de años, en el Hospital Español de Puerto Rico nació mi padre. La madre primeriza, mi abuela, una francesa de una belleza espectacular, se rehusó ir a casa después de permanecer la cuarentena en el hospital. La condición impuesta por la hermosa socialité fue que la “enfermera práctica” que le había sido asignada por el dueño del hospital por esos días la acompañara “un tiempo” en su residencia. No cabe duda que no hay nada más permanente que lo temporal. Esa enfermera práctica, Yeya, permaneció en la casa de mis abuelos más de cincuenta años.

La Yeya era una mulata clara, de cuerpo atlético y no muy alta, nacida en el pueblito playero de Rincón, Puerto Rico. Decía haberse criado a punta de pescado y yuca y a eso debía su salud envidiable. Sus pies fueron calzados por primera vez a los dieciocho años, “En la arena no se necesitan zapatos” decía... Nadie, ni ella misma, sabía con certeza su edad. No tenía acta de nacimiento y la iglesia en donde estaba archivado su certificado de bautismo se la llevó un maremoto. Mi abuela recuerda que cuando mi padre cumplía un año, la Yeya entró en la menopausia. Era vieja, más vieja que Matusalén cuando murió, pero los negros y los mulatos esconden la edad, son eternos.

Yeya vestía siempre de blanco y nunca en su larga vida usó un pantalón. Se desaparecía horas en el monte y regresaba con cualquier cantidad de frutas y hallazgos enrollados en su falda blanca. Olía a una mezcla exquisita de pachulí, perfume “Maja” y cochambre. Santera por religión, adoradora de Changó (Yemanyá). Su patrona francesa tomo como proyecto de vida el convertirla al Catolicismo Romano pero lo único que logró fue que en sus vejeces fueran juntas a misa cada domingo. La patrona se sentaba en la primera banca y la Yeya en la última para escapar de la iglesia a la hora de la comunión. Jamás fue capaz de comulgar.

Mi Yeya fue responsable de criar a tres generaciones… El primero y la luz de sus ojos, mi papá Billy. Par de años más tarde sufrió a la par con mis abuelos la muerte de Francine, mi tía, a los pocos días de nacida. Diez años después mi abuela dio a luz a dos salvajes cascabeles, mis tíos José Manuel y Nicolás… quienes fueron el tormento y la alegría de la Yeya. Al fin la Yeya también “abueleó” cuando mi padre a los 24 años tuvo su primer hijo, mi hermano, Billy III.

Notarán que no me incluyo en la lista… y esto es porque mi nacimiento fue un acontecimiento en la vida de la Yeya y de muchas otras personas. En enero del setentitrés nació la primera mujer en la familia Navas (después del trauma Francine)…yo… Inmediatamente la Yeya se enamoró de esa bebita diminuta, pálida como la nieve y con ojos negros demasiado grandes para su cara. Esa bebita a su vez se enamoró de su olor a pachulí, “Maja” y cochambre. Yeya decía que yo tenía un alma vieja, que los recién nacidos no ven pero que yo si veía. Siempre me cerraba los ojos cuando estaba dormida porque insistía en que dormía con los ojos abiertos y que se me iba a salir el alma por ellos.

Según fui creciendo, conmigo crecían el amor y la paciencia de Yeya por mí. No había nada que esa mujer no hubiera hecho por su niña. El cuarto de Yeya, “La Cueva del Indio”, como fue bautizado por mis jóvenes tíos por todos los guindalejos que guardaba ahí, fue siempre mi refugio, santuario. Allí me escondía cuando un regaño era inminente, allí me dormía arrullada por el olor y las caricias de la Yeya en mi cabeza, allí le confesé de mi primer beso, allí lloré mi primer corazón roto y allí sobreviví con ella la muerte de mi adorada abuela.

Mi niñez entre dos mujeres fenomenales, diferentes una de la otra y tan semejantes a la vez estuvo llena de contradicciones: Cristianismo vs. Santería, Blanco vs. Negro, Sofisticación vs. Salvajismo… Pronto escribiré acerca de mi abuela, hacen diez años de su muerte y todavía no me siento capaz de abrir esa caja de Pandora. La Yeya murió unas semanas más tarde.

La mujer que soy hoy se la debo en gran parte a mi adorada Yeya… Su fortaleza, su generosidad, su maternidad sin ser madre, su espiritualidad y su creatividad infinita…

Todavía, cuando estoy triste o tengo miedo, en ese momentito justa antes de quedarme dormida, siento el olor a pachulí, “Maja” y cochambre y las manos de mi Yeya cerrándome los ojos para que no se me escape el alma...